Compilación de poemas de ecuatorianos

Fue de camino a un recital colegial de poesía al que a mi padre habían invitado a fungir de jurado cuando me enseñó el que sería su último poemario:

—Tierra tierra —leí en voz alta. 
—Tierra mi tierra —me respondió él.

El hijo del poeta no sabía leer bien. Pasé las páginas rápidamente, buscando si había algún poema sobre mí. No lo había. Yo sabía que mi papá ya había escrito otro poemario: en casa se lo usaba como separador en nuestra biblioteca; los libros de John Grisham estaban separados de las enciclopedias por 5 o 6 de los poemarios de papá, y luego 5 o 6 poemarios más separaban las enciclopedias de los libros de viaje, y así por todos lados.

Entendía que algún día iba a ser bueno leerme la obra entera de mi padre, pero en ese momento, camino al recital, la radio con la que se comunicaban los periodistas y el candado Mul-T-Lock me llamaban tanto la atención como el Tierra tierra. Y no es por hacer menos al poemario, pero el radiotransmisor que, a saber, sólo poseían los taxistas y mi padre, era un aparato fascinante, lleno de códigos, claves, gente haciendo no sé qué, hablando de no sé qué cosa, y el Mul-T-Lock... estaba también a mano.

El recital estaba lleno de gente de mi edad. Niños de colegio público. Declamaban a Guayaquil, y a pesar de que uno que otro se olvidaba del verso a media estrofa, casi todos recitaban muy bien. No entendía bajo qué criterio, entonces, se podría elegir al mejor declamante más allá de la objetiva forma de dar por ganador al que recite el poema más largo, y uno de los más largos que se recitó ese día, en varias ocasiones, fue «Décimas a Guayaquil».

—Qué poema más bonito, el «Décimas a Guayaquil».
—Así no se llama ese poema.

En un viaje a la sierra volvimos a hablar de ese poema, el que resultó ser principalmente sobre Quito, adonde a la voz lírica le habían mandado a vivir, y esta se quejaba, en una carta en verso, sobre esa ciudad. Se quejaba de todo, de la orografía, de los piojos, de la calidad de las sillas, de la fealdad de las mujeres, de la comida, de las procesiones, del crimen, de la falta de devoción de la gente, de su hipocresía, de su forma de gastarse el dinero, de la cantidad de gente deforme, de la salud pública, de la inseguridad, de la incultura, de la mala agricultura, de la malversación de fondos de la curia, de la facilidad con la que se regaban rumores, de la deshonestidad y del mal clima. Era un poema encantador.

Mi padre se sabía unas partes y disfrutaba recitándolas. Yo para ese entonces ya me sabía la décima que hablaba sobre Guayaquil, que era bastante corta. Creo que eso le agradó. Al llegar a casa me mostró una gran carpeta negra repleta de poemas; entre esos estaba «Breve diseño de las ciudades de Guayaquil y Quito», de Juan Bautista Aguirre. Devoré el poema. Hasta ese momento sabía que la poesía podía ser humanista, como la de mi padre; amatoria, como la de Sabina; profunda, como la de Wordsworth; pero no que podía ser graciosa, como la de Aguirre.

Inmediatamente entendí que esa carpeta negra era una mina. El poema de Juan Bautista, confirmé, no estaba en Google. No existía. Sí existía un «Décimas a Guayaquil», pero así no se llama ese poema. Le pedí la carpeta a mi padre y empecé a digitalizarlo, escribiéndolo línea por línea, tal como él había hecho hace quién sabe cuántas décadas. Pero ya no quedaría sólo en una elegante carpeta negra, ahora estaría en Internet, donde todos podrían disfrutarlo.

El ocho de octubre de 2007 transcribí una veintena de poemas de ecuatorianos. Ninguno había estado antes en Internet, pero a mi padre le habían parecido buenos como para guardarlos, y yo me fiaba de su criterio. Investigaba la vida de los autores para clasificarlos por provincia o ciudad de nacimiento y completar, bajo su nombre, el año de su nacimiento y fallecimiento. La carpeta no sólo albergaba a poetas ecuatorianos, pero generalmente los poemas de extranjeros que leía sí habían sido transcritos; la rara vez que me topaba con uno que no estaba digitalizado, lo digitalizaba. ¿Para qué hacerle el feo a la gente de otros países? Así empezó la compilación cuyo subtítulo reza aún «de la carpeta del poeta guayaquileño Francisco Pérez Febres-Cordero».

Ese año terminé con la carpeta.

Tres años más tarde falleció mi padre y yo transcribí, también de letra en letra, su obra. Él publicó 412 poemas en 9 poemarios. Ninguno se titula Tierra tierra. Así fue como, al final, leí toda su obra. Puede ser que aún haya un inédito por casa: mi madre dice que algún día, cuando ya se sienta mejor, lo buscará entre los papeles que dejó mi padre— lo que en realidad quiere decir que en algún momento, como ya ha hecho otras veces, me dará una pila de 700 hojas porque usted es el literato de la casa. Pero no soy el literario de la casa. Soy el secretario. Soy el transcribidor. Soy el albacea de la obra ajena.

Cuando terminé con la poesía de mi padre decidí, como suelen hacer todos los jóvenes de mi edad, transcribir a todos los ganadores del concurso de poesía Ismael Pérez Pazmiño, que se celebró desde el 59 hasta el 96, anualmente hasta el 78 y cada dos años desde entonces. Ninguno de los poemas ganadores estaba en Internet. Espero que a mi padre no le caiga una demanda de alguna de las familias de los poetas cuya obra digitalicé sin permiso; a diferencia de mi padre, los buenos abogados, imagino, no están en el cielo.

La Casa de la cultura, núcleo Guayas, publicó los poemas de los ganadores del Ismael Pérez Pazmiño en unos tomos apropiadamente kitsch, acumulándolos en grupos de cinco o seis años. Rafael Díaz Ycaza, presidente de la Casa por esos entónceses, publicaba en su colección el primer puesto, el segundo, el tercero, quiénes eran los jueces, qué pseudónimos usaron los poetas, y ciertas menciones de honor. Lo que Rafael Díaz Ycaza no publicó fue al ganador del Ismael Pérez Pazmiño del 1978.

En casa no estaban todos los libros de la colección, pero visitando algunas bibliotecas conseguí el resto; destaca de estos poemarios homogéneos uno que por la contraportada tiene un tachón negro a través del nombre de uno de los ganadores— el ganador del 78. El tachón oscurece completamente al nombre, pero a contraluz, y desde atrás, se puede leer "raevlA zoñuM nòhtO". Othón Muñoz Alvear era la última pieza de la digitalización de la colección de ganadores del Ismael Pérez Pazmiño, y dar con él no fue difícil. Pero si el tachón hubiere sido realizado con tinta azul y no negra, mi colección -—la Colección-— seguiría incompleta.

El bar Barrikaña, en el centro de Guayaquil, celebra cada miércoles un evento llamado poeticanto. Un poeta recita uno o dos poemas, los músicos cantan algo, el poeta recita dos o tres más, y así por cuarenta minutos. Los mejores cuarenta minutos de la semana. A Barrikaña van Rodolfo Salazar Ledesma, hijo de Hugo Salazar Tamariz, el ganador del primer Ismael Pérez Pazmiño. Va Nicanor de J. Alejandro R., el ganador del 67; va Gonzalo Espinel Cedeño, del 68; va don Willy, el sinvergüenza más culto de la ciudad, pues sobrevive a punta de la comida que se acostumbra a servir en los lanzamientos. Van todos.

En esa época compartía mesa con Miguel Ortega Calderón, poeta sin publicar al que los amigos llamamos el Maestro por su tediosa costumbre de llevar sus poemas a todos lados y hacértelos leer, en medio bar, como si fuera sesión de colegio. También digitalicé su obra. El maestro conocía a la hija de Othón Muñoz Alvear y me consiguió su teléfono. Llamé un día, expliqué por qué quería hablar con su padre, y concretamos una visita. Don Othón no tenía más copias del poema que me faltaba, Breves noticias de sus vidas breves.

Rafael Díaz Ycaza y él habían estado juntos en la Casa de la cultura. Othón, férreo comunista, le había dicho a los de la imprenta de la Casa que no trabajasen por un salario tan injusto, y Rafael Díaz Ycaza, quizás en un alarde de cómo recortar costos, no imprimió en la colección de los ganadores del  «Ismael Pérez Pazmiño» al ganador del 78, como represalia.

—¿Qué es de la vida de Rafael?
—Don Rafael Díaz Ycaza falleció en 2013.
—Ah...

No pregunté más. Lo vi triste a don Othón al oír sobre la muerte de su amigo. La historia de la imprenta es de rumorología, a saber qué tan cierta es, qué parte es más cierta que la otra, pero yo no quería verlo a D. Othón bajo la pesada tristeza que le asomó al no haber sabido que Díaz Ycaza llevaba casi un año muerto y cambié el tema. D. Othón falleció dos semanas después. Ya nadie podrá saber la verdad sobre esa historia. D. Othón no sólo me legó esa duda: me dejó un poemario dedicado y el poema que me faltaba para terminar mi colección.

Compilación de poemas de ecuatorianos es la compilación unipersonal más extensa de poesía ecuatoriana. Hay en ella 116 autores de 23 territorios distintos, subdivididos en 25 formas de rima o métrica, y 15 temas. Es la única colección con todos los ganadores del Ismael Pérez Pazmiño, es el lugar donde están los 412 de Francisco Pérez Febres-Cordero, y es donde Décimas a Guayaquil está íntegro, en sus 360 versos, con su título original. Entre los 810 poemas que por ahora la conforman ninguno se llama «Tierra tierra».

Haberlos escrito uno por uno me hizo mejor lector, mejor mecanógrafo y un poco más paciente. Cada uno tiene su música, su ritmo, y su momento, y yo los conozco a todos. Aún me gusta decir cuando me presentan a un ganador del Ismael Pérez Pazmiño el año en el que lo ganó mientras estrecho su mano. Después de todo, yo también escribí ese poema. Yo escribí todos esos poemas.